“… me parece difícil comprender bien ciertos problemas y teorías si no se estudian
en forma comparativa e histórica. Tiene además, la historia, otras ventajas.
Tiende a evitar, en primer término, la tendencia al aislamiento intelectual,
enseñando al individuo a unir su pensamiento al pensamiento
universal. Y es así un medio eficaz de formar espíritus
verdaderamente filosóficos.”
Arístides L. Delle Piane
La filosofía y su enseñanza, p. 95.
La cultura uruguaya, en el sentido general y
común del término, registra los niveles más importantes de desarrollo y afianzamiento
desde que se estableciera definitivamente la República en el siglo XIX. El
pensamiento y el arte, la literatura, la filosofía y las ciencias sociales, la arquitectura,
en fin, la obra de los promotores y guardianes de la trasmisión cultural y de
la gestión educativa, superan en logros y reconocimiento a otros avances en los
planos económico y social especialmente en un período de varias décadas durante
el siglo XX.
Ese desarrollo se ha
nutrido de las grandes fuentes culturales del mundo, preponderando en el siglo
XIX las europeas. Se suma la norteamericana que encuentra su máxima expresión en
el XX con singular expectativa en el marco de la educación. En el curso de la segunda
mitad de ese siglo se experimenta la consolidación de un pensamiento político
inspirado en los materialismos filosóficos. Se apodera de las preferencias académicas,
de los círculos intelectuales y políticos en un marco de crisis económica y política
generalizada.
Se enfrentan y a
veces superponen el deseo de modificación y el afán de conservación de las estructuras
políticas tradicionales, y del choque resulta retroceso, polarización social y
paulatina desaparición de la imprescindible tolerancia común a la fe democrática.
Si bien el proselitismo supone la exaltación de valores por definición
sectoriales, en el juego político de los últimos tiempos ha contribuido poco en
la causa general y para la consolidación de objetivos razonablemente comunes a
todas las fuerzas en disputa.
Parecen seguirse
dos tiempos en la cultura uruguaya. Uno relativo a su fuente originaria, de la
cual puede fluir una corriente remozada y auto generada, con inspiración en el legado
por ejemplo del Novecientos, quizá el mayor contenido de pensamiento y arte del
Uruguay. En otras partes del mundo habría bastado para sustanciar monumentos históricos
de la cultura. Pero hay otro tiempo de fuente se diría bizantina, echado a
correr por cauces escarpados o inadecuados para nosotros y que embarga hoy a
buena parte de la actividad cultural más destacada.
LA INTELIGENCIA
TARDÍA
Al empeoramiento de la economía de mediados
del siglo pasado se agregan signos que suelen acompañar ese tipo de proceso y
que Ricardo Martínez Ces sintetiza como "corrupción, venalidad y
favoritismo" (1962, 58). Los esfuerzos por corregirlo son infructuosos, las
expectativas no encuentran respuestas y los reclamos llegan a la manifestación
callejera y cobran una singular violencia. El régimen político y económico es denunciado
como culpable mientras el sentimiento antiliberal y socializante se instala en
buena parte de la intelectualidad nacional. Se encamina como intento de
adaptación expresa respecto a las repercusiones políticas que generan los
acontecimientos en Europa.
Quizá sobraba
pensamiento para generar otro nuevo y, todavía, suficiente cultura particular
para generar otra más general. Pero, un tsunami arrastra la sensibilidad
popular, inunda y cautiva las preferencias de importantes círculos artísticos, profesionales
y élites integradas por los más destacados representantes del arte, la literatura,
el periodismo y la docencia. Una clase de fe y una virtual promesa de felicidad
se impone como mensaje y flamea como posible instrumento de emancipación espiritual,
individual y colectiva.
No surge nada
nuevo en el mismo plano que había sido objeto de elogio por parte de la
comunidad internacional. ¿Qué se refleja en él como consecuencia de la convulsión
social, o qué papel desempeña en el proceso crítico? Es de destacar la
aparición de un curso complementario de la actividad social con fuerza
suficiente para modificar las conductas. Nos referimos a las organizaciones
sociales no partidarias pero altamente politizadas que se alzan como voceras de
las principales demandas. A esta vertiente se agrega, en forma paralela y
disociada, la ola de sugerencias hasta cierto punto irrechazables contenidas en
la promoción de los últimos avances mercadotécnicos. Se complementan así la promesa
de la ideología con la ofrenda tecnológica, dos pivotes que abren la puerta de
una nueva era para un nuevo y anhelado bienestar.
Carlos Real de Azúa
ya se había referido al fenómeno en sus iniciales manifestaciones: la “renuncia
a movilizar una ética nacional con exigencias, sacrificios, y esas ciertas constricciones
que el crecimiento impone” Asimismo, el “ideal no malvado
pero sí algo burdo de ‘felicidad’”. El “implícito descansar en ese hedonismo de
los individuos y los grupos de interés (resorte que a la larga y en verdad,
mostraría ser el único capaz de funcionar efectivamente).” (Real de Azúa, 2007,
50)
No es fácil encontrar
señales de una cultura remozada al menos en la gran franja social en la que se
había destacado, como segura entrada en el concierto internacional. Queda en rezago
el venero de pensamiento y arte del Novecientos, de la generación del
Centenario y a la larga incluso de la del 45, escritores sociales del medio
siglo, jurisconsultos, parlamentarios y figuras políticas y expresiones aisladas
que no llegan a alentar con el mismo fervor.
Se prescinde casi
completamente de una cultura de superación, de mejoramiento y reforma en
lo personal y en lo colectivo, y se imponen las aspiraciones peregrinas y la urgencia
por adquirir reconocimiento y posición social. Con dignas excepciones, la actividad
política, la literatura comercial y el espectáculo público, carecen de la inspiración
humanística de otras épocas. Ya lo había advertido el escritor inglés Thomas S.
Eliot al afirmar que “la cultura es relativamente inteligible cuando nos
ocupamos en el autocultivo del individuo” y que “se destaca sobre el fondo de
la cultura del grupo y de la sociedad” pues es “algo que debe alcanzarse
mediante el esfuerzo deliberado” (1949, 28).
Cierta historiografía
popular se muestra renuente a levantarse por encima de las diversas tendencias,
políticas e ideológicas. No proyecta a satisfacción lo que a ella más que a
ninguna otra ciencia le corresponde: cruzar el puente que une el pasado con el
presente. No aprovecha la descripción de los acontecimientos para instalarse un
paso más allá de modo de prevenir sobre lo que adviene, forjándose más como
militancia que como hermenéutica y monologando más que dialogando.
Se acompaña con el
descaecimiento de la cultura de superación, humanística, quizá mal llamada
superior, oportunamente entendida según Mario Sambarino como subjetiva o
individual frente a la objetiva o colectiva (1970, 5-10). Se transforma por la
acción de las vías de comunicación de masas, reales o virtuales, que se hacen cargo
de una cultura carente de los ideales consagrados por el trabajo, el estudio, los
méritos, el empeño por alcanzar con esfuerzo y dignidad un puesto en la
sociedad. Y se cierran las tradicionales ventanas de la cultura, el aula, el libro,
las librerías, los círculos periodísticos, las editoriales, la academia, los cenáculos.
La acostumbrada e
ineluctable evolución de la cultura general, que habría aparejado cambios con aumento
o al menos mantenimiento de sus calidades intrínsecas, solo genera actividad desorganizada
e inercial. Confunde el orden de la competencia comercial con el de la cultura
humanística. En el afán por conseguir el incremento de las ventas toma el lugar
de los requerimientos espirituales más caros para la población, condenándolos y
poco a poco haciéndolos desaparecer. Se experimenta el tránsito de la
concepción edificante de la cultura al de su sola formulación antropológica,
según la cual todo es cultura si es iniciativa o producto del ser humano
y si tiene fuerza primitiva y cobra estado público.
Hasta hoy, los
esfuerzos por impulsar una cultura espiritualmente reconfortante, moralmente
edificante, íntimamente provechosa, prometedora en cuanto a su posible
expansión y socialización, han fracasado. Al menos, se han disuelto como designio
ciceroniano de “cultivo del alma”. El cultivo de la persona, según el antropólogo
estadounidense Ralph Linton, es el que define los patrones característicos de
cada sociedad (1962, 133). El escritor español Diego Moldes ha observado que la
eliminación de las disciplinas humanísticas en los programas educativos es una
de las más importantes causas de la declinación de la cultura general (2022, 122
y ss.).
LA CULTURA
URUGUAYA EN TRÁNSITO
En el panorama de las llamadas “ciencias de la
cultura” o “humanidades” surgen solo algunos escasos síntomas auspiciosos, de
verdadera significación, pero encerrados y sin poder de diseminación y arraigo.
Son escasas las expresiones culturales que signifiquen más de lo que representa
un título académico, algunos empobrecidos premios, tímidos reconocimientos por
algún mérito o destaque individual. El título y la sola presencia en medios y
redes sociales desplazan al talento y al trabajo vocacional. Desde que es muy importante
la influencia que ejerce la cultura ambiente en la persona, el resultado es de signo
negativo si esa cultura es pobre, como observó el mismo Linton (ob. cit., 137).
Lo mismo resulta en cuanto la influencia
va de la reserva personal a la de la sociedad, puesto que no se incuban bajo diferentes
amparos.
No es posible una
crítica exhaustiva de la cultura de los últimos años y es suficiente por ahora con
preguntar: ¿cuál ha sido la suerte que ha corrido la cultura uruguaya en las
últimas décadas? ¿Le ha ido bien o mal o regular? Y, aunque aparecen señales
esperanzadoras, no son suficientes para derivar una respuesta que pueda augurar
algo para el futuro. Solo se puede cobrar conciencia del estado de cosas o,
si se quiere, del “ambiente espiritual”, como llamaron Karl Jasper y Real de
Azúa al estado interior o subjetivo que domina al conjunto de las personas en
un determinado momento y lugar.
¿Hay una nueva
conciencia de la cultura? ¿Ya no es la que era antes? En tal caso sería algo
inusitado; pero hay algo de esto precisamente en sus nuevas manifestaciones. Cobran
la figura de problema curiosamente en tanto incertidumbre, mímesis, incluso
enajenación. Para el futuro de la conciencia individual y para el de la
colectividad indistinta, con alguna chance de arraigar en la historia, no
parece emparejar con la tradición reconocida en el mundo hispanoamericano de otros
y no muy alejados tiempos.
El ideal político
de la igualdad siempre se debe buscar a favor de la superación frente al
de nivelación lisa y llana. De lo contrario, resulta solo condena a una
permanencia brutal en lo mismo que solo conduce al desbaratamiento de la
subjetividad en un nivel inferior de cultura indistinta, monolítica e
improductiva. Cuando se aplica en todos los aspectos, el igualitarismo a
rajatabla se vuelve contra lo más acendrado del espíritu democrático, por lo
que había escrito René de Chateaubriand que “la igualdad y el despotismo
mantienen lazos secretos” (2016,1303).
En Uruguay se
modifican los planes institucionales de promoción de la cultura y se sustituye el
ideal de mejoramiento y ampliación cultural por otro de reducción
y conservación del statu quo, improvisación marginal que brinda estímulo
cuando no se necesita. Se supone que esta concepción de la cultura puede representar
al conjunto de las personas, satisfacer todas las vocaciones y contemplar todas
las inclinaciones éticas y estéticas.
La concepción es trasplantada
al plano del conocimiento, al de las ideas y la reflexión, con particular
desdén respecto a su papel en el proceso de la cultura general y de superación.
Hay muy poca filosofía de la cultura que se ofrezca a contribuir en una política
de resarcimiento, a acercarse a lo que ya podría denominarse desvalido cultural,
presente en todas las capas y condiciones sociales. Un desvalido supuestamente
autosuficiente, dueño de un entorno espiritual en realidad ajeno, al servicio del
entretenimiento fácil, a la distracción tonta y a la nadería. La filosofía en
el Uruguay también ha hecho el tránsito de una filosofía general, de filosofía
sin más, a solo una filosofía social de carácter enunciativo,
descriptivo y denunciante. Esta filosofía se corresponde en su especificidad,
pero resulta problemática, dudoso o incierta, si se confirma como
filosofía a secas, es decir, si se concibe como disciplina o “ciencia del
espíritu”, principal entre las humanidades.
Esta es la
situación intelectual de una cultura estatuida por inercia o de facto
en el panorama del Uruguay contemporáneo, que no influye en el plano social
como influyó benéficamente en otras épocas. La energía de la cual fluye una especie
de espiritualidad liviana, al margen de lo que podría especificarse como racionalidad
integral, general y universal, la que puede llegar a influir en la cultura deseada
por todas las naciones. De alguna manera, sea por inducción, ósmosis o simple imitación,
se produce un deslizamiento empático de esa situación intelectual en el medio
ambiente, como filosofía de vida, ya exacerbada por el entorno comunicacional.
En tal disgregación
y evaporación de las verdaderas aspiraciones, la cultura no puede desabrocharse
y ponerse cómoda, porque solo puede desarrollarse dentro de márgenes, intereses
y comprensión de grandes audiencias y teleaudiencias. Son las condiciones bajo las
cuales parece desplegarse el único ágora de
la cultura uruguaya de las últimas décadas, en el que destapa la diversión
fácil y el comentario incongruente por sobre la satisfacción que solo puede
brindar una cultura legítima que también es de desear.
No está del todo
claro el camino de los nuevos tiempos a través del cual es posible mantener en
pie una cultura dispuesta no solo a arrogarse el derecho de conservación y
respeto sino también de proyectarse y enriquecerse, en cantidad
y también en calidad. Al respecto, se trata de averiguar si las crisis económicas
son las que promueven las crisis civilizatorias de los valores y de la moral, o
si, por el contrario, son los elementos desencadenantes de las crisis
civilizatorias, que yacen escondidos tras el vertical descaecimiento de la
cultura, los que traen aparejadas las crisis económicas.
Mientras que el
amanecer cultural se levanta claro en el siglo XX, a pesar de las guerras
civiles y los efectos de las guerras mundiales, en el XXI no termina de escapar
de las sombras. Los ideales decimonónicos y el civilismo autogenerante obran en
percusión sobre el legado de la tradición y se acompañan sin grandes conflictos
de los modelos más prestigiosos del pensamiento social europeo y
norteamericano. En nuestro siglo, si se puede hablar de ideal y de ideales
consolidados, se sigue la promoción de una mentalidad desestructurada,
“invertebrada” diría Ortega y Gasset. La tendencia mental que se pone a
cubierto de la tradición en un estado de gozoso conflicto con ella desde que le
parece de contenido añoso y en divergencia con la marcha del mundo. Además, esa
actitud mental se rinde sin condiciones ante los peores modelos que la
globalización desembarca en el país en nombre del pensamiento y el arte. El
fenómeno es masivo, no exclusivo de alguna clase social, ideología política
determinada, como podría pensarse, ni de ningún estamento social o condición
intelectual o profesión.
Llega a dibujarse
la figura del uruguayo medio al modo que ninguna ciencia descriptiva se propondría
proyectar para bien de la historia. Sea porque no se quiere, sea porque el
análisis y la crítica de la sociedad no es fácil cuando el objeto es
contemporáneo al análisis, la realidad responde a una figura que se
desfigura. Lo que no quiere decir que carezca de las condiciones para volverse
a figurar, para intentarlo y volver a revelar su jerarquía histórica.
La propensión de
desfigurarse, a su vez, es paradójicamente facilitada por la libertad de
pensamiento y, en gran medida, por deslizarse la noción de laicidad hacia los
extremos que Agapo Luis Palomeque delimita entre la “neutralidad”, indiferencia
o negligencia ante lo social, y el de “proselitismo”, o “celo de ganar
prosélitos”, donde “prosélito es el partidario que se gana para una fracción,
parcialidad o doctrina” (Palomeque, 152 y ss.).
DESPOJAMIENTO
DE LA CULTURA
El pensamiento, sobre el cual los rasgos
culturales ejercen un gran influjo, experimenta una enorme pérdida en lo que es
de su exclusiva propiedad, el hallazgo de nuevos puntos de vista y la
generación de acciones e ideas originales. Pierde la capacidad de dar con estos
hallazgos porque antes pierde la capacidad de procurarlos al empeñarse con
todos sus esfuerzos solo en el sentido práctico. Existe un utilitarismo extremo
que consiste en aprovechar la utilidad de lo inútil con el fin de cosechar
la aprobación y el agrado popular de la menor exigencia espiritual.
Gran parte de la
clase de discursos que representa ese empeño se inscribe en el llamado “lenguaje
de madera”, “un conjunto de procedimientos que, mediante el uso de artificios,
intenta disimular el pensamiento de quien la utiliza para así influir mejor y
controlar el pensamiento de los demás. Convencional, prefabricado, desconectado
de la realidad, este discurso reconstruye lo real repitiendo incansablemente
las mismas palabras y fórmulas estereotipadas, los mismos lugares comunes, los
mismos términos abstractos.” (Tomado de Wikipedia)
Una variedad de discursos
de la cultura termina en una masa mal elaborada sobre diversidad de asuntos sociales
que simulan pensamiento. Muchas novelas y cuentos, variedad de opiniones escritas
o difundidas en los medios prefieren las anécdotas y el rumor por sobre las ideas
o las irradiaciones espirituales importantes. Suelen detenerse en hechos burdos
o patológicos más que en contenidos de pensamiento y sentimiento, y
respondiendo a una grafomanía infundida por la promesa de reconocimiento
público.
La menguada actividad
crítica carece de una base propia, tras la cual, sin embargo, podría desprenderse
de la rica tradición uruguaya. Ante la circulación abrumadora de expresiones
culturales de segundo orden sobrevive la escasa que apenas se filtra con
ambiciones más altas; pero es relegada y desamparada. La obra de traducción y
divulgación de las grandes editoriales, que responde a intereses multinacionales,
ha favorecido el juego de repetición en el ámbito local. Promociona lo ya
promocionado en el gran espacio virtual de la web.
La palabra “cultura”
se utiliza como carátula de lo más liviano, de la dispersión y el juego inconducente
con que los medios contribuyen en el encantamiento de las masas. Se emparenta
con la propaganda, el fomento de la más vasta colección de productos
comerciales, los estímulos e incentivos con los que es posible encaminar
los intereses del público en el sentido de su despliegue autónomo y el mejoramiento
de la vida personal: algo propio de la sociedad en que vivimos, pero
difícilmente asociable con lo que llamamos cultura.
Uruguay carece de
un proyecto en materia de estudios humanísticos, y en ciencia se guía por el
sentido práctico que aconseja enriquecer la laboriosidad con profesiones ad
hoc, relacionadas con la cartera de clientes internacionales de frutos del
país. Esto, que es económica y socialmente irreprochable, no se acompaña del
otro sentido, el que a todas luces asoma como necesario para generar no solo
oportunidades para la economía y la sociedad sino también estímulos para la
formación de la persona y el desarrollo de la cultura de superación, sin la
cual no se termina de asegurar el éxito para ninguna de las vocaciones y
carreras.
Desde el
advenimiento de la política no ilustrada con representación en el
Parlamento y en los gobiernos, aparece otro problema. Llegan a ocupar cargos no
solo personas sin antecedentes de cultura general sino también universitarios
carentes de trato con las disciplinas humanísticas y científicas, y, para peor,
con poca o ninguna experiencia en la función pública. El país suele estar en
manos de personas que, haciendo exclusión de su seriedad, honradez, buenas
intenciones, no tiene norte hacia el que pueda guiar a la población en arreglo
a un futuro de mejoramiento general, prosperidad material y espiritual.
Esto se puede confirmar
como hecho de la realidad si se mira el pasado inmediato y se comprueba el
papel fundamental que, iniciado el siglo XX, desempeñaron los uruguayos. No
solo generaron cultura y pensamiento los estadistas y políticos, doctores y escritores;
también dejaron una huella imborrable los educadores que, sin grandes pretensiones
ni ayudas, consiguieron consolidar beneficios prácticos y metodologías
originales. Si se quiere ir a los fundamentos, es necesario reconocer el bagaje
negativo y no solo abanderarse con lo positivo, que también lo hay.
Fuere bajo la forma
de leyes o reglamentos, de solo ideas o acciones, predominaron los grandes
ideales hoy opacados por la necesidad urgente de acomodarse a los requerimientos
de la globalización, la competitividad y la cultura de la oferta y la demanda. No
es de negar esta cultura, pero no es la única. Pese a sus antecedentes, hoy el
país no cree en la cultura de superación humanística, aunque sepa que sin cultura
de superación no hay garantía de futuro para la cultura de la oferta y la
demanda. No la hay sin grandes ideales, y los grandes ideales solo se
conciertan entre quienes han desarrollado y alcanzado la cultura subjetiva que
da la familia y la educación formal.
El antropólogo
Clifford Geertz ha remitido estas viejas improntas de la política y de las ideologías
a los hábitos contraídos por imposición, en las que “los participantes obran […]
como hombres de sentimientos inculcados; están guiados tanto emocional como
intelectualmente en sus juicios y actividades por prejuicios no examinados que
no los dejan ‘vacilar en el momento de la decisión, en una actitud escéptica,
desconcertada e irresoluta’”. Aparecen nuevas ideologías políticas y, agrega, “ideologías
morales, económicas y hasta estéticas” (Geertz, 191). Al quedar desamparados la
cultura y el pensamiento elaborado, el sentimiento y la racionalidad, termina preponderando
el culto a una exterioridad invasora incompatible con el sustento que sostiene la
libertad y el compromiso social. El cultivo de la persona, inspirado en la subjetividad
creadora, la única dispuesta a resolver problemas mediante recursos propios,
cede el paso a las más inicuas formas de dependencia y sumisión.
La cultura en su
sentido más amplio ha venido asociándose en Uruguay a una de sus subespecies: una
modalidad del espíritu y de sus creaciones demasiado fieles a las que se imponen
a través de la mundialización. Con eso se ha mantenido al día respecto al resto
del mundo, actualizando más que enriqueciendo la actividad interna. Pero esa
fidelidad no ha funcionado como estímulo para la creatividad y la originalidad,
que son los rasgos que satisfacen las mayores aspiraciones. La reproducción y
la imitación automática no logrará nunca hacer que Uruguay figure en el plano
de una cultura universal. Para terminar, hagámonos esta pregunta famosa: “¿Habrá
algo en nosotros que nos haga perdurables?
OBRAS CITADAS:
ELIOT, T. S. (1949). Notas para la definición de la cultura, Buenos Aires, Emecé.
LINTON, Ralph (1962). Cultura y personalidad, Buenos Aires, Breviarios del FCE.
MARTÍNEZ CES, Ricardo (1962). El Uruguay batllista, Montevideo, Banda Oriental.
MOLDES, Diego (2022). En el vientre de la ballena. Ensayo sobre la cultura. Barcelona: Galaxia Gutenberg.
PALOMEQUE, Agapo Luis (1991). “Alcance y significación teórico prácticos de la laicidad”, reproducido en Agapo Luis Palomeque. Así de simple, 2021, Montevideo, ANEP.
REAL DE AZÚA, Carlos (2007). El impulso y su freno, Montevideo, Banda Oriental.
SAMBARINO, Mario (1970). La cultura nacional como problema, Montevideo, Nº 46 de Nuestra Tierra.