La democracia propende a la consagración de los más altos designios políticos, ideológicos, sociales, éticos, económicos y religiosos. Para que su desempeño resulte exitoso requiere de la mejor formación educativa y cultural de la población y de sus gobernantes. La democracia no es regalo del cielo, aunque se parece.
La democracia suele entenderse como un sistema de
organización política y social en el que de derecho se impone la voluntad del
pueblo en la voz de sus representantes. Es una interpretación aceptable, aunque
exige aclaraciones y explicaciones imprescindibles. Se trata de un sistema de
organización política capaz de canalizar cualquier descontento de los
gobernados, quienes pueden expresarse a través del proceso electoral, de los plebiscitos
y, dada la libertad de expresión, de la prensa y de otras vías de comunicación
multitudinaria. El Parlamento y los partidos políticos tienen la potestad de
generar corrientes de pensamiento que pueden componer una dialéctica fecunda entre
el oficialismo y la oposición.
Es común, asimismo, suponer que las
arbitrariedades cometidas por unos pocos pueden ser corregidas o eliminadas
mediante las medidas tomadas por quienes son muchos. Que la autoridad emana de
la voz y de la acción públicas, y que esas son las particularidades principales
de la democracia. No sólo se trata del sistema en que el pueblo gobierna a
través de sus representantes, sino que, en el caso de que ellos no cumplan con
lo estipulado, la libertad de pensamiento y los derechos del ciudadano
habilitan la denuncia y aun el juicio político o de derecho de las autoridades
actuantes.
La libertad de expresión a menudo
desemboca en acciones fuertes e, incluso, en actividades en las que el
fanatismo político puede adueñarse de las declaraciones proselitistas y de las protestas.
El afán de expresarse puede conducir a la violencia, y el pasado histórico
registra multitud de ejemplos por los cuales las multitudes han desembocado en
atrocidades en nombre de la libertad y de la igualdad de derechos. Es así que la
democracia suele justificarse de acuerdo al supuesto de que las mayorías pueden
reclamar y aun imponer su verdad. Pero se sabe que las verdades de las
muchedumbres suelen apoyarse más en pasiones que en razonamientos.
La democracia promueve y defiende
pródigamente todo aquello que es pasible de volverse contra ella, porque
consiste en la forma de convivencia y organización más elástica, libre y de
mayor amplitud de derechos. Sin embargo, esa misma amplitud puede ser usada por
los fanatismos y las intenciones solapadas que suelen romper el libre juego de
los derechos, para caer en sus extremos opuestos. Paradojalmente, la libertad
es la forma de vida que con mayor facilidad puede ser ejercida de tal modo que
termine conduciendo a la esclavitud.
ENTRETELONES
Los bienes que garante la democracia, justicia,
derechos, educación, libertad de expresión y de cultos, igualdad social,
etcétera, no se ejercen en bruto. La democracia no puede garantir nada si la
población no asume con responsabilidad ciertas obligaciones esenciales, que
concurren todas en la cultura política. Es algo de lo que en general no
se habla, se explica poco y, lo peor, no suele llevarse a la práctica. Es una
especial modalidad de encarar la vida en comunidad, las acciones parlamentarias,
periodísticas, mediáticas, partidarias e interpartidarias. Por ella es
necesario que todas las relaciones se realicen procurando que sus consecuencias
beneficien a las mayorías y sin que vulneren los derechos de las minorías.
Necesitan pasar por encima de los intereses personales y partidarios.
El
respeto por este importante y decisivo patrimonio democrático, lamentablemente,
viene deteriorándose. Cada vez y con mayor frecuencia las acciones se realizan con
el solo objetivo de ganar voluntades, y a cualquier precio. Se trata de obtener
la aprobación del mayor número de personas apelando a toda clase de recursos,
no importa si se trata de manipulaciones en el simple afán de conquistar el
poder para regocijo propio. Pero el respeto por la cultura política es un requisito
indispensable en el libre juego de la convivencia democrática. El conjunto de su
estructura jurídica, política y ética se basa en el entendimiento y no en el
disenso. El disenso es, precisamente, el problema social y político que la
democracia viene a canalizar de la manera que las demás formas de gobierno no
disponen.
La
dialéctica oficialismo/oposición hoy día es, con pocas excepciones, el monólogo
de cada una de las partes, sin que llegue a producirse la famosa superación de
las posiciones y el consecuente hallazgo de soluciones con la neutralización o
componendas de las contradicciones: la tan deseada forma de resolución de
problemas. Lo que sólo había sido posible por vía racional, empero, hoy se ha
convertido en una utopía. La democracia ha vuelto a etapas en las que la potestad
de un rey o de una pléyade de nobles o de millonarios hacía su voluntad en
detrimento de las poblaciones y los países. ¿Qué vino a hacer la democracia? A
resolver el dilema que puede enunciarse así: a mayor libertad mayor
desigualdad, pero, a mayor igualdad menor libertad. La democracia no ofrece soluciones
milagrosas, pero puede medrar en este gran conflicto social.
En
las primeras décadas del siglo XX, pese a los golpes de Estado y guerras
civiles, en Uruguay prosperan acciones educacionales que modifican de plano el
panorama cultural de la población, especialmente infantil. Se genera un nuevo
concepto de civilidad, orientado en el sentido de la superación personal moral
y cívica, y una mayor movilidad social como resultado de los incentivos para el
estudio y el trabajo. Paralela a la acción educativa tiene lugar el surgimiento
de una cultura filosófica, jurídica, literaria y artística inigualada hasta entonces.
Su máxima expresión fue la llamada Generación del 900, a la cual siguen otras
destacadísimas que logran poner al Uruguay en un lugar de privilegio en el
contexto cultural de América Latina.
QUÉ CAMBIA
La coyuntura política internacional
acompaña favorablemente estos movimientos, especialmente en el plano de la
economía. Pero, hacia mediados del siglo pasado se agotan los recursos genuinos
con lo que decaen los niveles alcanzados especialmente en lo político y
cultural. Es un proceso que desemboca en el golpe de Estado de 1973, el cual
provoca un cambio en la concepción de la vida cívica, especialmente en lo que
concierne a la educación y la cultura.
El reconocimiento al mérito personal se
disuelve como sal en el agua. Como señal de distinción personal, la cultura pierde
el viejo prestigio, sustituido por una concepción oportunista del progreso
personal, en lo ético, y el culto a las expresiones vulgares en lo estético. El
Estado tiende a desaparecer en cuanto a la promoción de la alta cultura y en su
preocupación por facilitar la superación personal de los ciudadanos.
La tecnología invade especialmente el
plano de la distracción y el entretenimiento por sobre los contenidos de fondo
de la información. La educación formal, decisiva en cuanto a la construcción de
la personalidad de los jóvenes, cede ante el nuevo objetivo: la preparación
para ingresar en el mercado del trabajo. Poco a poco desaparecen los ideales de
Varela y de Rodó y se impone una nueva pragmática de la educación.
El
mundo había cambiado, pero la persona seguía siendo la misma, en su fuero íntimo,
en la familia, en el trabajo y en el descanso. No merecía el olvido de los
principios asumidos por la cultura democrática, que habían influido favorablemente
sobre casi todas las reformas constitucionales después de la primera de 1830.
La cultura pasa a ser considerada artículo de lujo o antigualla, innecesaria
para el desempeño de los jóvenes. La figura de persona culta dilapida su
antiguo prestigio e, incluso, pasa a formar parte de un nuevo paradigma con algunos
rasgos de analfabetismo funcional.
El Parlamento Nacional ya no es el órgano
que atiende e impulsa los intereses de los ciudadanos; lo suple una institución
que se consolida públicamente en términos de protesta. Los gobiernos de
diferentes signos y que se alternan en el poder en el siglo XXI se clasifican
como conservadores o progresistas, aunque todos no siguen otro camino que no
fuera el de atenerse al mismo esquema económico y social estándar que cabe a
los países de la región. Aumentan la incertidumbre y la desconfianza, y el país
se divide en los que aprueban y en los que desaprueban todo. Esa simplificación
facilita el desentendimiento y la agresividad en las relaciones entre adversarios
políticos. Prospera cierta indiferencia ante la educación, pérdida de fe en el
trabajo, cono factor en la formación ética, y se prefieren el trámite rápido y
el empleo fácil. Hay consenso en cuanto a que tiene que cambiar la educación; pero
¿en qué tiene que cambiar?
CAMBIO ESPIRITUAL
Los méritos personales resultan factores intrascendentes
frente a lo que se recibe ya hecho, del todo facilitador y utilitario y no
exige gasto ni esfuerzo. Lo propio se vuelve caduco, y es adoptado lo ajeno,
incluso las ideas y el fenómeno espiritual que producen los sentimientos. El
régimen político democrático felizmente auspicia la libertad y permite elegir,
una acción fundamental por la que no sólo se eligen los gobernantes, sino que,
y ante todo, se define el destino de la persona y su moral.
Contribuye en este fenómeno colectivo la
fragilidad y pobreza de la cultura y el enmohecimiento del raciocinio. Se suman
las insuficiencias del orden social y económico, los problemas, las anomias, el
contagio enajenante de la globalización y la imitación irreflexiva. Se
prescinde así de toda posibilidad de enriquecimiento personal y se impone un
cada vez más arraigado patrón ético, estético y axiológico vulgar, que pierde
la originalidad que alguna vez caracterizó a la cultura propia.
En
torno a la ambición por la cual muchos optan por la vocación política, cobra un
predominante papel la palabra, la misma que ha servido para enaltecer el arte y
la cultura. Se convierte en el instrumento constructivo de una realidad que en
verdad no existe. Como secuela de una embargante e incontrolada libertad de
conciencia, el lenguaje vacío de contenido, usual en las declaraciones y
discursos, produce una imagen aparentemente real de ciertas figuras públicas y
de ciertos valores y conquistas que no tienen otra realidad que la de los
significados encomiables y las referencias del todo simbólicas que en otros
tiempos se conocía bajo la denominación “lenguaje de madera”.
Bastan algunas pocas palabras para
envolver la idea que se quiere difundir, y no hay nada que resulte más fácilmente
compartido siempre que se trate de términos simples, que no requieren grandes explicaciones.
Invaden los campos sonoros y escritos, aun el de las imágenes a las que suelen
acompañar, para volcarse inevitablemente sobre los sentidos medio dormidos de las
víctimas. Títulos, anuncios y carteles, protocolos, propagandas, mensajes,
discursos se consagran como formadores de opinión y finalmente de pensamiento,
auspiciando vacíos de conciencia que terminan en espejismos, prejuicios y
explicaciones fraudulentas.
La debilidad de la democracia, pues, se
encuentra en los mismos extremos de sus ideales, en los márgenes de su centro
de razonabilidad y equilibrio. Todo es oportuno para ella siempre que se ubique
en las proximidades de su médula espinal, porque al alejarse apenas cae bajo la
exageración y el abuso. Fuera de esa área o breve arco de circunferencia, de
inmediato sus maravillas se convierten en desgracias. Este sistema consiste en
una pequeña fracción de lo que es posible concebir como convivencia, supervivencia
mancomunada, red pacífica de relaciones sociales con posibilidades de progreso
y prosperidad. Y, sin embargo, la democracia es el límite de su propia área de
actividad, la contracara de su propia posibilidad.
EDUCACIÓN
Y RELIGIÓN
La educación es una formidable fuente de
información y liberación de las conciencias: resuelve la dicotomía entre lo
nuevo y lo viejo, entre lo que es necesario conservar y lo que es necesario
renovar y crear como nuevo. Pero no la resuelve si de parte del individuo no
surge la intención de superar sus limitaciones o de procurarse de alguna manera
el estado mental que le ponga al día al respecto. En otros tiempos el ciudadano
contaba con una fuerza poderosa que colmaba su saber y su espiritualidad; lo
defendía de todos los influjos externos proclives a distraerlo de sus
propósitos particulares y genuinos, inclinaciones, intereses y gustos.
Hay otra fuerza que empuja a muchos: la
religión. Han dicho los entendidos que, al reducirse la potencia de esta fuerza
con el advenimiento del modo moderno, materialista y práctico, la subjetividad ha
buscado apoyar su condición de fragilidad e incertidumbre en lo externo,
vaciándose por dentro y reconociéndose como yo uniformado y estereotípico según
lo determinan las prescripciones recibidas desde afuera. Se asiste así a un
sustituto de la religión, de la fe puesta en lo trascendente. Es posible que
así sea, pero se observa que muchas personas religiosas sienten y actúan como
las enajenadas, incluso que piensan como ellas. Tiene que influir la decadencia
del sentimiento religioso, si es tal esa decadencia; pero es cada vez más
evidente que también ese sentimiento se ha vuelto flexible, no sólo más débil. Puede
fraternizar con convicciones o preceptos de carácter social e incluso político
de orden materialista.
Es
claro que el ateísmo y los materialismos políticos se esconden detrás de ese
vaciamiento espiritual de que es presa el espíritu contemporáneo. Pero en
nombre de la religión se cometen los atentados más atroces y se justifican
guerras sangrientas, como se justificaban las guerras de religión en la
antigüedad. Es legítimo pensar que hay otros motivos que acompañan y refuerzan
la necesidad de volcar lo mejor de la subjetividad hacia afuera, rellenar con
lo que sea el vacío espiritual resultante, especialmente con el torrente que desde
el exterior embarga la intimidad y la conducta.
Palabras,
imágenes, sorpresas superficiales, curiosidades, juegos, pequeñas y grandes
atrocidades que embaucan la atención, cuentos y fantasías horrendas con que
cualquiera se enfrenta cada día en la realidad real y en la dimensión virtual
que se une a lo concreto y a la mano. Tales motivaciones ya no son nuevas ni
extrañas y se vuelven vigentes hoy como en todas las épocas en que lo tangible
y experimentable llega a superar las expectativas de lo intangible y sólo
imaginable. Lo concreto y lo abstracto compiten siempre en la historia de la
humanidad, y ocupan alternadamente la atención de las conciencias en las
personas de todas las nacionalidades.
UN EJEMPLO
La era anterior a Cristo se caracteriza por
promover la indistinción entre el mundo real y el mundo imaginado. Los humanos
y los dioses viven en interrelaciones que en sustancia son las mismas.
Participan según un conocimiento bastante completo de lo que ambos piensan y
sienten, y de lo que son capaces de hacer. La vida es el reflejo de la voluntad
abstracta y caprichosa de unos dioses que sienten y actúan como actúan los
humanos.
El monoteísmo modifica esta relación de
manera radical. Yahveh, por ejemplo, es un dios diferente, autócrata y misterioso
de quien se espera todo y a quien se reprocha todo por su eventual indiferencia
o su crueldad. El Dios-Cristo está más cerca de aquellos a quienes tiene que
poner al tanto de los más altos designios. La relación con la divinidad es más
íntima y concreta y con ella disminuye el pavor por lo inextricable. El nuevo
Dios no mete miedo sino bondad y no exige obediencia incondicional: es cariñoso
y esperanzador. La revelación ahora es menos abstracta; se asume por consagración
de la voluntad más íntima. Las religiones modernas conservan esta primicia, el anuncio
o kerigma, lo institucionalizan y difunden su fuerza confrontándola con
las demás creencias y convicciones de manera de hacerla prevalecer ante lo
concreto material.
Sigue pues revistiendo una gran importancia
el sentimiento religioso, que surge de las características, potestades y
limitaciones de la condición humana, y que mantiene su independencia respecto a
la inteligencia racional. Si ésta ha variado en el curso del tiempo, la
condición humana sigue siendo más o menos la misma. Las alternativas del
sentimiento religioso conservan su independencia en relación a lo racional,
porque, como lo racional, forman parte de la inteligencia humana.
La
apelación puede canalizarse a través del mito o de la religión, pero también a
través de la ciencia, el arte o la tecnología. Todos estos “medios”
proporcionan vías para escapar de la incertidumbre, reforzar la esperanza y
alimentar la fe en superar la adversidad que acecha a cada paso. La tecnología ocupa
hoy en el nivel popular el lugar del mito, de la religión y aun de la
racionalidad, del arte y de la ciencia teórica. Aunque es la ciencia propiamente
dicha la gran forjadora de la tecnología, ésta es la que ha invadido la vida
cotidiana de los humanos.
Se presenta a la conciencia popular como
se presentaba la diosa de la vegetación en la antigüedad o se presenta el
Dios-Cristo a los creyentes, como lo sublime en el arte o el logos o
razón en la ciencia teórica. Lo exterior a la conciencia alcanza así el punto
máximo de concreción. Si se quiere, la ha despojado finalmente de sus antiguos
ornamentos abstractos. La tecnología es la religión que ha conseguido
materializar a su divinidad.
LA NUEVA RELIGIÓN Y LA DEMOCRACIA
Vivimos una etapa histórica de afectación de
los sentimientos más gravitantes del espíritu: la etapa de la fe en lo concreto
y material, que invade al yo y lo determina como lo hacía la religión. Téngase
bien presente que el símil vale aquí sólo en cuanto a las intensidades y no a
las calidades y contenidos. Pero la tecnología procede de manera bien diferente
a la religión. La fe es algo que se genera en la interioridad subjetiva, en lo
que se puede llamar conciencia religiosa. La conexión con Dios no depende
de factores externos, sino puramente internos de la subjetividad profunda. El
nexo con la tecnología, en cambio, se da solo y desde el exterior. Y se impone desde
que no es posible vivir prescindiendo de los artefactos y de las invenciones
que han llevado el mundo virtual a competir con el real.
¿Cuál
es la suerte que puede correr la democracia ante este panorama? La tecnología apabullante
la obliga a modificar y adecuar sus disposiciones a las nuevas formas y
prácticas de interrelación social. En ese trance el ciudadano puede quedar
fuera de toda funcionalidad personal, garantías sociales y derechos. Es común
que para entonces se recepcionen y asimilen contenidos extraños vinculados a
formas fáciles del uso de los derechos. Sólo cuenta con dos instrumentos para
contrastar las desviaciones: la prevención y la represión. La educación puede
obrar también como instrumento, pero de una clase muy diferente y que sólo se
inscribe en el proceso de desarrollo de la inteligencia.
El
celular, móvil o teléfono inteligente es hoy el centro de la vida de cada
persona. Ya no lo es el núcleo familiar, la convivencia o el trabajo. Todo pasa
antes por la pantalla. El pequeño esfuerzo de adaptación ni siquiera se
consigna en las generaciones que han nacido con el aparato entre las manos. Se ha
modificado así lo que podríamos llamar estructura constitucional de la
democracia. Algunas o muchas de sus disposiciones han quedado caducas, así
como las leyes y reglamentos, al menos los supuestos en que ellas está fundadas
o que las inspiraron.
EL ESPÍRITU DEMOCRÁTICO
El espíritu de la democracia es
algo que no todos entienden y, aun, que no todos poseen. Para conocerlo es
preciso internarse en su tradición y conocer el drama en que se inserta esa
tradición. Y tal propósito requiere cultura, curiosidad por el pasado, estudio,
preparación previa, educación, información. Conocer la situación del país y del
mundo no es suficiente para manejarse en democracia. También hay que conocer el
pasado, las secuencias por las que se han encadenado sus marchas y
contramarchas. No sólo la sucesión de acontecimientos, sino, más bien, las
pulsiones internas que generalmente piden un esfuerzo de comprensión.
Es bastante
fácil entender la información; no lo es entender el sustrato solapado que se
esconde bajo ella. Es frecuente que confiemos en la improvisación y en el
talento, pues la democracia lo permite. Pero hace falta investigar, hurgar en
las líneas y en las entrelíneas de la historia. Sólo por este camino es posible
familiarizarse con el espíritu de la democracia. Cada persona impregnada de ese
espíritu es su heredera, no sólo la que contribuye con los impuestos. No
es la beneficiaria ocasional, usufructuaria de un bien que iniciaron otros y
que en el empeño por conquistarlo dedicaron su vida y por eso a veces la
perdieron. Es su legataria, pero también su albacea, su custodia.
Es
necesario conocer debidamente el funcionamiento del sistema democrático; pero también
es importante conocer el conjunto de las ideas y de los hechos de los cuales han
resultado sus instituciones. No se trata en este caso sólo de la serie de los
hechos cronológicos sino, especialmente, de aquello con lo que se ha debido
enfrentar para llegar a consolidarlos y hacer que surgieran sus lineamientos
principales. Se trata de múltiples esfuerzos, luchas, caídas y recaídas y
recomposiciones que han demandado esfuerzo y sacrificio.
Si
bien la democracia consiste en el gobierno del pueblo o demos, la
voluntad a la que realmente responde es la que se guarda en el espíritu de sus
leyes, es decir, en la lógica jurídica y política que incorpora hasta donde
puede la voluntad de todos y sin excepciones. Pues no recoge la voluntad de
cada uno en forma privada, de los gobernantes o de los gobernados, sino una voluntad
general indirecta. Y esa voluntad indirecta se rige por la que se ha procurado
recoger y respetar a través de su constitución y sus leyes.
La
experiencia de convivir bajo diversas formas de organización política y social
define la aparición de la democracia en el devenir de los tiempos. Sus primeras
manifestaciones tuvieron lugar entre los siglos VI y IV a. C en la antigua
Grecia y con la democracia ateniense. En el mismo período, Roma vivió una etapa
republicana en la que, aunque la nobleza mantenía su hegemonía, los ciudadanos
podían elegir dos cónsules para representarlos. La historia posterior demuestra
que no es un invento sino un estado final, una consecuencia del pasado político
de la humanidad.
No
suele imponerse por aplicación de la fuerza bruta sino como el intento final por
establecer la paz entre las colectividades humanas. Es así, pues, que las normas
democráticas se obligan a inscribirse en un cuadro que se corresponda con los
antecedentes del problema o entorno histórico que, a la larga, es el que ha
recogido la voluntad de las mayorías. Por innovadora que sea, la norma tiene
que tener en cuenta los antecedentes relativos al caso de que se trate, aunque
su cometido sea derogar las anteriores. Este un nervio central del
funcionamiento democrático.
Quiere decir que todas las
decisiones, leyes o decretos democráticos no son hechos aislados en el
acontecer social, y que jamás pueden dejar de corresponderse con el influjo
proveniente de la historia que condujo a la forma democrática. Tienen que
atenerse a la necesidad de renovar lo que sea, cambiar, agregar o quitar, pero sin
perder el rumbo original, que es permanente y que hay que respetar a riesgo de
regresar a la anarquía y el caos. Las disposiciones no pueden exonerarse de un
principio casi intangible que las exime de toda heterogeneidad y que preserva
al sistema de arbitrariedades y excesos.
La
democracia, en suma, por atenerse a tales lineamientos consiste en una
dialéctica que es capaz de discernir entre lo que es claramente conveniente y
lo que es posible tolerar como inconveniente en los casos en los que no es
posible colmar las expectativas de todos. Su cometido esencial es el de
procurar el entendimiento y no el disenso, por lo que no patrocina la
confrontación, como hoy se tiende a creer, sino que suscita y ampara la
discrepancia y el debate en paz con la sola mira puesta en la resolución de problemas.
Finalmente, la población puede expresarse según esa lógica dialéctica e influir
en las diversas posiciones y tendencias; pero no es ella la que decide, Porque sólo
decide la cultura en la que se apoyan los debates y las normas y que sustenta
el conjunto de la acción política.